SIEMPRE

jueves, 26 de febrero de 2009

De la categoría de los dolores I

De los dolores del alma está la literatura bien nutrida y los dolores del cuerpo aparecen como marco simbólico de el padecimiento interno: jaquecas, tisis, gota incluso para los decimonónicos, locuras varias que estarían en el linde que separa lo físico de lo espiritual…el catálogo de dolores literarios es variado, pero parece que todos esos males corporales deban tener una cierta pátina glamurosa, o bien deban ser dolores intelectuales. ¿Dónde colocamos al olvidado y atroz dolor de muelas? En nuestra memoria colectiva aparece más como un dolor de tebeo, caras hinchadas tapadas con un pañuelo, matasanos crueles que estirpan muelas como si se tratase de cebollas en un huerto, de un tirón, más ocupados en extraer el cuerpo pútrido que en el pánico del pobre paciente convertido en huerto sin alma. Reivindico el dolor de muelas como dolor sumamente literario, haciéndome eco de las palabras del difunto Cabrera Infante. Un dolor hecho de sangre y fluidos, que nace en las entrañas de nuestro auténtico centro de gravedad que es la boca. Por la boca comemos, con la boca besamos, todo lo que nos da alimento entra por la boca y todo lo que nos duele en la boca del estómago que es donde se localiza el alma, sale por la boca. Vomitamos por la boca, salida del vertedero del alma, no solo comida o sufrimiento, sino también besos. Besos que creímos manjares en buen estado y que con el tiempo se nos han ido pudriendo dentro. La boca es la entrada del paraíso y la salida de los infiernos que llevamos dentro. ¿No merece un dolor de muelas, localizado en la boca una mayor atención por parte de los literatos? Los dientes son material de cuento de hadas cuando son hermoso s y sanos, perlas, reflejos de luna, pero ¡ay de la boca macilenta y cariada! Esa ya solo sirve para retratar a seres de alma deforme o huérfanos dickensianos. Ni siquiera en nuestra literatura postmoderna o post-post moderna se le hace un hueco a esta denostada enfermedad. La caries se hereda, como el pelo blanco o la alopecia y en nuestros dientes vemos la vida reflejada según el grosor de nuestra cartera, luminosa y blanca cuando nos ponemos en manos de un artesano bucal que nos coloca unos dientes artificiales cuyo fulgor haría palidecer a cualquier princesa de cuento; amarillos o grises, plenos de túneles socavados por herencia u olvido, cuando solo podemos acudir al artesano para que nos libre de la muela traidora, sucia y cruel. ¿Quién no ha sufrido en su vida un paralizante y descorazonador dolor de boca? Los dolores nos pueden transportar tan lejos como la fiebre y sumergirnos en mundos paralelos plagados de monstruos o de paisajes felices. Existen momentos irrepetibles e impagables en la lucha contra el dolor de muelas, pero el momento culminante es cuando abrimos con desespero el mueble bar buscando ese licor fuerte, ginebra, whisky…, que nos haga las veces de anestesia y nos transporte de nuevo al mundo de los vivos adolorados. En un particular viacrucis de días de vino y rosas, el atormentado sufridor recurre al alcohol, a la química, a todo lo que sea necesario para pasar a un estado superior de la conciencia, aquel en donde no hay dolor. ¡Qué material de lujo para un novelista maldito! Mi particular homenaje para ese dolol olvidado, complejo que te hace desear abrir para siempre las puertas para que escape el cuerpo. Dolor maldito, olvidado, apocalíptico y metafísico.

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